$6 pesos el queso crema. $6,50 el pan negro. No traje más que $10, así que cambio de planes. Las ganas de queso se comen a las ganas de pan, así que bajo a galletitas, también de salvado.
Abro la puerta de casa pensando en el mate que me voy a tomar y me encuentro una boleta en el piso. Llegó la luz, pienso con miedo de mirar, mientras me agacho para dejar que el total me atraviese.
El total no es tan grave. Pero hay un sello naranja que dice que podría ser mucho peor. El estado me paga una parte importante, parece. Y aunque no lo pagara, seguiría siendo barato, me dice el folleto que me marca que si estuviera en Chile, me hubieran cortado la luz, si estuviera en Uruguay, tendría que haber vendido un riñón y si estuviera en Brasil, no entendería la boleta.
Miro atrás de la cuenta buscando más datos. Necesito hacerme una idea de cuánto sería mi sueldo expresado en pesos si viviera en esos países. Porque si no, de nada sirve la comparación. No tengo planes de mantener una casa en otro país con mi sueldo de acá. Pero no dice nada. Sólo que gastaría más pesos si no tuviera la suerte de vivir en este estado (con e minúscula).
Mientras abro el paquete de galletitas, miro la tostadora desenchufada pensando en lo que estoy ahorrando de la próxima boleta de luz, más allá de sellos naranjas. Y mientras abro el lujoso queso crema, llego a dos conclusiones: que no puedo elegir otro distribuidor de energía eléctrica y que entiendo que por esto, entre otras cosas, se llame impuesto a la tarifa por un servicio.
Empiezo a sentir claustrofobia. Pienso que la única forma de abaratar la boleta es usando menos electricidad o mudándome a algún país lejano, siguiendo el razonamiento del folleto.
Inmediatamente, pienso en el monopolio de los medios, que logró instalarme en la cabeza la idea del monopolio de los medios (argumento elemental para rebatir cualquier idea de real monopolio de los medios). Me acuerdo de una propaganda que vi entera muchas veces, porque si cambio de canal, me pierdo el partido de Boca (argumento elemental número dos).
Pienso en mis otras boletas. El agua por la que pago $25 mensuales aunque deje la ducha abierta una hora mientras miro por el balcón al portero de enfrente dejando la manguera abandonada escupiendo agua potable. Monopolio bueno si los hay. El gas que también viene con descuento del Estado, gracias a algún señor de algún pueblo de San Luis que paga el IVA de la yerba. Un caso parecido al de la luz. El teléfono que viene más barato, gracias a que aflojé con los celulares y uso mucho Messenger y Skype. El ABL que no cuenta, porque es un impuesto, así que es un monopolio que eligió el pueblo. Pero pará. Igual que el agua, igual que la luz y el gas.
Enseguida me pregunto: si apareciera una empresa competidora de Edesur y me prestara el mismo servicio por el 10% del costo, ¿qué me recomendaría la Presidente? ¿Que me cambie o que siga pagándole a Edesur? Y si todos en la ciudad hicieran lo que corresponde, ¿podríamos llamarlo monopolio?
No puedo evitar acordarme de cuando era chico. Ya no digo comprame, comprame, ni paro en el kiosco todos los días, porque la plata es mía. Pero con el agua, vuelvo a sentirme un poco así. Mientras no haya medidor, y en la tele no haya imágenes de chicos de África muriéndose de sed, voy a quedarme mirando los dibujitos cinco minutos más mientras la ducha corre.
Las moralejas son bien sencillas:
-El monopolio no tiene que ver con el porcentaje de la población que acapare una empresa, sino con la imposibilidad de esa gente de elegir una alternativa.
- Los verdaderos monopolios no traen nada bueno. Por eso el 28 de junio pasado elegí cambiarme de “empresa”, pero no sólo me sigue llegando la misma boleta, sino que viene cada vez más cara.